2014/10/31

Una vez tuve un amigo llamado Humberto

Señora, perdóneme por la grosería de gritarle. De verdad que me porté como un patán, pero usted entenderá. A ver le cuento.

Humberto y yo nos conocíamos desde pequeños, pero en los primeros años no fuimos muy amigos. Él era hijo de doña Rosalba, que vivía en diagonal a mi casa, dos puertas más allá de la tienda de la señora Mirta.

No fuimos muy amigos porque, aunque estudiábamos en el mismo colegio, estábamos en jornadas distintas, yo en la mañana, él en la tarde. Cuando en la tarde yo jugaba a las tapitas con mis contemporáneos, él estaba sentado en un pupitre cerca del que yo ocupaba en la mañana.

Coincidimos, claro está, en algún partido de fútbol, o nos dimos la mano deseándonos el feliz año nuevo cuando nuestros padres hacían lo propio, o levantábamos las cejas cuando nos cruzábamos haciendo el mandado. Nada más.

Terminado el bachillerato, tomamos caminos distintos. Yo me fui para Cali, a la casa de un tío, y terminé de vendedor viajero. Pasaba la mayor parte del tiempo con mi muestrario de telas debajo del brazo, visitando clientes y cobrando cuentas. Humberto se quedó aquí, estudió contaduría y trabajó en una empresa del Estado.

Ambos trabajamos hasta que nos pensionamos y ambos volvimos al barrio, como muchos viejos de nuestra edad, movidos por esa nostalgia que lo lleva a uno a querer morir en el mismo sitio en que se nació.

Ahora sí Humberto y yo éramos amigos. Imagine usted a dos sesentones de panza mediana, sentados en su respectiva mecedora, alternando entre el antejardín del uno y el del otro. Humberto no fumaba, pero yo, que no había fumado nunca, en un arranque de inmadurez adolescente trasnochada, creía verme más interesante si tenía un tabaco en la boca.

Pasábamos las tardes leyendo el periódico amarillísta de moda, llenando crucigramas, hablando de política, quejándonos de la economía y poniéndole oficio a nuestras esposas. Ellas, a su modo, también eran amigas, seguramente unidas en el infortunio de tener maridos como nosotros.

Una tarde, pasado el mediodía, estaba yo parado en la puerta viendo pasar gente, cuando vi a Humberto que venía del centro con un paquete en la mano. Antes de llegar a su casa hizo una parada en la mía y me mostró lo que traía. Era una máquina eléctrica de esas de cortar el pelo. La compró en una promoción porque venía con varías guías de distintos tamaños, una peinillita, una escobilla para limpiar, un frasquito de aceite especial para el aparato, unas tijeras y una capa de barbería. Mi amigo pensaba en lo mucho que se iba a ahorrar en cortes de pelo.

Las máquinas de esos tiempos eran grandes, negras y ordinarias, pero buenas como ellas solas. Ni comparación con las de ahora. Al día siguiente fui al centro y volví con el mismo paquete.

Nadie en mi casa quiso hacer el intento de peluquearme. Tampoco en la de Humberto hubo voluntarios. Él quiso tratar de hacerlo solo y se trasquiló de lo lindo. Después de ver semejante fracaso de mi amigo, desistí de la idea, porque por supuesto a mí también me ocurrió lo mismo, pero no me había atrevido.

Las máquinas pasaron su buena temporada guardadas en algún rincón mientras a Humberto se le compuso un poco el desastre que había hecho. Cuando ya no pude hacer más chistes al respecto, y con algo de culpa por tanta burla, se me ocurrió pedirle que fuera él quien me cortara el pelo.

Me dijo que fuera a su casa en la mañana. Cuando llegué tenía lista una silla, los implementos sobre una mesita y la capa de barbería colgando del brazo. Se veía emocionado en su papel de peluquero, pero yo temía que me dejara como un pollo piropo.

Al final la cosa no salió tan mal. El corte era aceptable, así que decidí pagar por el servicio. Humberto, sin dejar de actuar, cobró dos mil pesos, yo pagué con un solo billete, él dio las gracias y se puso a mis órdenes. Yo también di las gracias e inmediatamente salí del local, o sea, de la sala de la casa de mi amigo.

Lo primero que hice fue mostrarle a mi esposa. Se rió un poco pero dijo que estaba bien. Naturalmente pasé a mirarme otra vez en el espejo. Descubrí un par de imperfecciones que corregí como pude con mis propias tijeras. Todo en orden.

Una semana después estaba yo en mi propia sala, cortándole el pelo a Humberto. El resultado fue similar. Yo estaba un poco nervioso y me reía a veces, pero el cliente fingió no tener problema con eso, aunque seguramente estaba más nervioso que yo.

A mí también me pagaron con dos mil pesos. Hice un rollito con el billete y lo puse en una copa en aparador de la casa. Cuando fue mi turno, lo busqué y pagué con él. En el siguiente corte de pelo, Humberto pagó con los mismos dos mil pesos aún sin desenrollar. Sospeché de qué empezaba a tratarse la cosa y decidí hacer una marca en el billete.

No sé cuántas sesiones de peluquería hubo, perdí la cuenta, pero la marca permitió comprobar que el billete iba y volvía entre la casa de Humberto y la mía sin perderse en el camino.

En diciembre pasado acordamos que yo iría a lo de siempre a eso de las tres y media. Cuando llegué no había nadie. Volví a las cuatro y media, toqué varias veces, pero tampoco me abrieron. Me quedé en la puerta del antejardín y la señora de en frente, al verme ahí parado, se acercó y me dijo que en la mañana habían llevado a Humberto al hospital. Traté de visitarlo pero a esa hora ya no me dejaron entrar.

Hice un intento temprano, al otro día. Lo pude ver. Un paro respiratorio lo tenía en cama, pero se veía bastante bien, tanto que yo mismo lo traje en mi carro cuando le dieron de alta. Charlamos un buen rato en la sala de su casa, él recostado en un sofá grande que tenía y yo en la silla en la que me hacía el corte. Nos despedimos como siempre, no sin antes reprogramar la cita que teníamos pendiente.

Humberto amaneció muerto como si se hubiera quedado dormido para no despertar más.

Esta mañana cuando usted llegó, pensé en avisarle, pero se me olvidó. Yo sé que es la primera vez que viene a hacer el aseo y no tenía que regañarla de semejante forma, pero cuando la vi bajando la copa se me subió la sangre a la cabeza. Es que los dos mil pesos siguen donde siempre los ponía y yo creo que por ahora es mejor que el billetico se quede enrollado ahí, donde siempre lo guardaba.

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