2017/08/28

Un lugar no aceptado del amplio espectro de las cosas

Crecí en un pueblo pequeño y conservador. Estudié en una escuela de cinco salones, casi a las afueras, que quedaba apenas unas dos cuadras de mi casa. La pobreza cundía y la mayoría de mis compañeros de estudio vivían en el campo, trabajaban desde muy temprano y muchas veces no tenían con qué desayunar. En ese ambiente, fui un niño evidentemente privilegiado. Aunque no gozara de ningún lujo, lo cierto es que siempre estuve bien alimentado y bien vestido, tenía todos mis libros, cuadernos e implementos, y no pasaba un día sin que mi mamá, mis vecinas y mis maestras me mimaran de algún modo. Era, tengo que reconocerlo, el preferido y consentido de todas las mujeres que conocía.

Nunca fui un niño conflictivo ni travieso, me gustaba jugar al científico, leía más que cualquier otro muchacho de mi edad, hacía caso prácticamente en todo, tenía miedo de los juegos bruscos y rezaba como haciendo carrera hacia la santidad. En semejantes circunstancias, no tardé en ser visto por mis contemporáneos como un niño delicado, sensible, llorón y, seguramente, un poco afeminado. Para todos, y por todas estas razones, era un poco diferente a los demás.

Ser fuerte y hasta violento es la regla para cualquier niño, porque también es ese el paradigma generalizado para cualquier hombre. Tal vez porque siempre fui grande o porque siempre había a mi alrededor alguien que me protegiera, pocas veces se metieron conmigo. Infundía algo de temor, supongo. O tal vez sabían que hacerle algo al preferido, al número uno del salón, tendría sus consecuencias. No lo sé. Aún así, recuerdo que una vez mi hermana mayor y mi mamá quisieron que dejara un poco la televisión y saliera un poco más de la casa. Me inscribieron en un curso de taekwondo. Como cualquier muchachito de siete u ocho años, quise presumir con mis compañeros y les conté del curso. Lo hice inocentemente, como pensando en las habilidades físicas, en la capacidad de los artistas marciales para saltar, abrirse completamente de piernas, hacer flexiones de pecho apoyándose en los nudillos de las manos, decir palabras raras en coreano y usar cinturones de colores y un dobok. La relación entre ese deporte y la violencia prácticamente no pasó por mi mente. Nunca esperé que una tarde, estando solo en la casa por casualidad, recibiera una llamada para invitarme a pelear en la calle, demostrar lo que había aprendido y demostrar si era tan macho.

Los niños se defienden a los golpes, los niños no lloran, los niños no cuentan sus cosas, los niños expresan su gusto por las niñas maltratándolas, los niños se saben todas las groserías, los niños mantienen la distancia con otros niños, los niños le tienen miedo a su papá, los niños no colaboran con los oficios de la casa, los niños no saben coser, bordar o cocinar, los niños son buenos para los deportes y siempre mejores que las niñas, los niños no se visten de rosado, los niños no pueden ver a Heidi o a Candy, los niños no dibujan flores, los niños solo pueden jugar videojuegos de carros, fútbol o pelea. La lista es larga y, cambiando en ella a “los niños” por “los hombres”, nos acercaremos mucho a lo que también se ha esperado por mucho tiempo de los adultos.

Tuve algo de miedo de la tal pelea aquella y a la vez pensé que no valdría la pena. No acudí a la cita. Finalmente, las clases de taekwondo terminaron en nada. La pereza fue más fuerte que yo y solo fui a unas pocas clases. No estoy seguro de que la amenaza de conflicto hubiera contribuido a que me desanimara, pero ahora que lo pienso, es perfectamente posible.

Las cosas no cambiaron mucho al llegar a la adolescencia. Aunque siempre tuve y tengo claro mi gusto por el sexo opuesto, muy pocas veces hice lo que acostumbraban hacer mis amigos para abordar a las mujeres. Recuerdo vivamente algunas esquinas del pueblo en las que mi grupo de siempre se apostaba a ver pasar niñas, especialmente las de los colegios femeninos. Les gritaban cosas, les hacían “pst, pst”, se les acercaban y les decían obscenidades, intercambiaban impresiones con los demás y fantaseaban con lo que harían con una chica si tuvieran la oportunidad. Supongo que para esa época ninguno había iniciado su vida sexual y todo lo que decían lo habían aprendido de las enseñanzas equivocadas de del porno ligero que transmitía algún canal extranjero a altas horas de la noche.

Uno siempre quiere encajar y mi forma de hacerlo fue plegarme a las conductas generalizadas del grupo, que eran y siguen siendo las mismas de la sociedad en general. Evité los comentarios y las bromas inventando mis propias experiencias sexuales, contribuyendo a alimentar el morbo de mis amigos, riéndome de los piropos de mal gusto que le decían a las muchachas, fingiendo admirar el coraje de los que se atrevían a levantarle la falda a las compañeras del colegio, aparentando interés en los detalles de los tocamientos no consentidos, hablando del tamaño de mi pene, riéndome de los horribles dibujos de genitales y cuerpos desnudos que todos hacían en paredes, pupitres y baños.

Sin el ánimo de justificarme o disculparme, debo decir que fue poquísimo lo que hice de todo lo que acabo de decir. Mi pecado, si es que cometí alguno, fue ser cómplice de los demás, aplaudir para desviar el interés hacia cualquier otro lugar que no fuera el mío. Para hacer bien el papel de macho que se me exigía, empujado por el grupo al que quería pertenecer, patrociné conductas que en el fondo siempre supe que no eran las correctas.

Ahora lo entiendo. No hay argumento válido para que se me obligara a ser lo que no era, ni para que yo lo consintiera. No queda duda de que, aunque no llevamos la peor parte del machismo, desde que nacemos estamos circunscritos a un rol determinado y se nos castiga si nos apartamos de él aunque sea un poco. En cierta manera somos, aun mismo tiempo, artífices, instrumentos y sujetos de dominación.

Nunca he cuestionado mis preferencias sexuales, pero aún hoy, después de tanto tiempo hay quienes se sienten con derecho a cuestionarlas con fundamento en comportamientos míos que nada tienen que ver con el asunto. He tenido colegas que se preguntan si tal vez seré gay cuando escuchan mis argumentos a favor del matrimonio o la adopción en parejas del mismo sexo. No han faltado las personas que me miren raro si me atrevo opinar con detalle cuando alguna amiga o familiar que me pide que la acompañe a comprar ropa o a hacerse algo en el cabello. También he tenido parejas que se cuestionan si no habrán cometido un error conmigo porque no es normal que las trate como las trato. No es normal que sea tierno, que tenga detalles románticos, que prefiera encontrarme con mi novia en lugar de ver un partido de fútbol, que me guste abrazarla y consentirla sin que eso lleve necesariamente al sexo puro y duro, que sea tímido a veces, que no pretenda tener más experiencia que ella o que no aproveche cada oportunidad para demostrar el varón que soy, así en el fondo tenga miedo o no quiera hacerlo.

La sociedad entera nos juzga todo el tiempo, no duda en apuntar su dedo acusador o en lanzar su mirada de desprecio cuando se presenta el más leve indicio de diferencia. Las categorías son injustas con todo el mundo, incluyendo a aquellas personas que tan solo por un leve matiz se ven puestas en un lugar no aceptado del amplísimo espectro de las cosas.

Aunque sea menos que antes, todavía dudo un poco, todavía tolero ciertas cosas, todavía me miento imaginado que en realidad el mundo no está mal. Los que me rodean también lo hacen. Es impresionante ver y analizar todo esto desde la perspectiva que me ha dado el tiempo, pero es más importante tener claro que todo esto que cuento está muy lejos de ser parte del pasado. Por eso actúo y por eso dudo, tolero y miento mucho menos que antes, en gran parte gracias a esas personas que no tienen miedo de ponerme los puntos sobre las íes, que predican con la palabra y con el ejemplo, que no se detienen ante las razones equivocadas de los demás, que luchan de verdad y que me honran con el privilegio de tenerlas cerca.