2014/10/31

El Lobo

El lobo se desliza por entre los árboles del bosque eterno. Su cuerpo apenas se distingue entre la niebla que se niega a irse, estancada allí para siempre, guardando los espíritus de ancestros olvidados que todavía levantan las narices en busca de la presa. Cada aroma es importante, único, y se multiplica al contacto con la nariz fría y húmeda.

El lobo está solo en un desierto verde, de pinos y arbustos sin carne o sangre. Nunca verá a una planta de ojos curiosos y oídos alerta, que corra asustada a esconderse, que entregue su último aliento a los dientes del cazador implacable. Los seres de los que en otros tiempos tomaba la vida, ya no están.

El silencio no le da paz. El silencio grita desgarrándose en un eco aterrador. El silencio es la voz del hambre que se retuerce entre las tripas y se lo come desde adentro. Los ruidos que oye son solo sueños, falsas pistas en una búsqueda sin fruto.

La suerte se burla de los desdichados y, desdichados como son, hay quienes se ríen con ella, antes de darse cuenta de que son el objeto de la broma.

La fortuna le da animal una pequeña esperanza que se agita acelerando el corazón: una ardilla distraída en medio de un claro, entretiene sus manitas y dientes con bellotas que recoge del suelo; examina cada una, verifica que no esté podrida, la separa y toma otra.

El lobo inmóvil duda de lo que ve. Se queda quieto. Mira al animal como si se tratara de algo desconocido, algo que no concuerda con ninguna memoria lejana o cercana; siente que tiene el nombre de la cosa en la punta de la lengua, pero no puede dar con la palabra exacta.

Lobo estúpido. Pasa tanto tiempo, que la ardilla ya está al tanto de su presencia, pero finge no darse cuenta y sigue descartando semillas. Cuando el lobo por fin tensiona los músculos en posición de ataque, la ardilla voltea y lo mira a los ojos. En la carita peluda casi se puede distinguir una sonrisa.

La fiera confundida no sabe que hacer, pero el hielo de su espíritu le cuenta en secreto la causa de tan extrañas circunstancias. No tuvo que moverse. El destino había escrito ya la última línea de su historia y el lobo la conoce de antemano: era la misma que el azar había asignado a casi todos los últimos miembros de su especie.

El lobo respira hondo, cierra los ojos y los abre justo a tiempo. No fue ninguna sorpresa ver la daga plateada que se le acercaba, bien apretada entre las manos que salían por debajo de una capa con caperuza roja. Venía a arrebatarle un último chillido agonizante, para regalárselo a la bruma sin tiempo que domina el bosque.

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